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Otra vez ramos de flores en la carretera, con un fotografía y los ramajos de las flores que acaban por estar marchitos. Otra vez el drama. ... Otra vez el miedo a los que salimos plato grande y piñón pequeño. Otro ciclista muerto en esta tierra. Se dice mucho y se hace poco. Con lo fácil que sería ampliar los arcenes, educar a ciclistas y a conductores de una convivencia pacífica. Del respetuo mutuo. Pero no, estamos en las mismas de siempre jamás, y cada mes o dos meses un ramo de flores donde la última pedalada de un paisano. Esto sí que de verdad importa, y no si en Europa se habla el catalán o el gallego. Pero las cosas vienen dadas así, y así no debiéramos asumirlas.
Uno, cualquier ciclista, sale a la carretera como sale el torero a la plaza. Con un rito, la montera como casco, y esa jindama que a ratos se olvida si a un lado y a otro de la carretera hay un paisaje inolvidable. Pero la verdad desagradable asoma. Atrás de forma el pelotón de coches y el paseo tranquilo muda a estrés. Entonces la mente entra en nervios, hay que parar, y todo lo que conlleva el susto en el cuerpo. La tensión que hace que se apriete un freno más que otro. El cicloturismo es lo más poético que ha inventado el hombre con las ruedas, pero no podemos dejarnos de la mano de la pálida dama cada salida, cada paseo. Este es un problema patrio. En Moncloa interesa poco. Y las bicicletas, dicen, son para un verano eterno allá en el éter. Aunque aquí abajo seguiremos la lucha, por mucho que nos cueste y por mucho híbrido de tecnología casi extraterrestre que zumbe en las rectas.
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