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La Virgen de Guadalupe es el culto mariano más importante de América, la primera imagen que gozó de una devoción global. A ella está dedicada la exposición que ofrece en Madrid el Museo del Prado, 'Tan lejos, tan cerca. Guadalupe de México en España', una muestra que consta de casi 70 piezas entre pinturas, grabados, esculturas y libros. Desde el siglo XVII, la imagen fue reproducida de manera incesante, aunque se creía que su realización no era fruto del ingenio humano, sino que en ella mediaba la mano divina. Hasta el 14 de septiembre se puede ver este conjunto de obras consagradas a todo un icono transatlántico, que es a la vez devocional y político.
Símbolo de identidad de México, la exposición sobre la Virgen de Guadalupe supone una mirada inédita sobre el diálogo artístico entre América y Europa en los siglos XVII y XVIII. Ahora que el propósito de descolonización de los museos está en pleno apogeo, el director del Prado, Miguel Falomir, dijo que la intención de la muestra es exhibir el arte hecho en América. «En cuanto al fenómeno de la descolonización, no hay mejor manera de abordarlo que mostrando la historia», aseveró Falomir. «Queremos demostrar que todo arte tiene un valor equiparable. Hay un empeño del Prado en contribuir a poner en pie de igualdad las producciones artísticas de todas las geografías y a combatir los prejuicios que, en su momento, llevaron al museo a desprenderse, de alguna manera, de su pequeña pero exquisita colección de arte virreinal».
Las obras que integran la exhibición, de la que son comisarios Jaime Cuadriello y Paula Mues Orts, proceden sobre todo de catedrales, iglesias, conventos y colecciones particulares de toda España. Solo algunas vienen de México, donde es objeto de tal devoción que diez millones de personas peregrinan en diciembre a las faldas del cerro del Tepeyac, al norte de Ciudad de México, para venerarla. Pero su fervor no se limita a los confines del país norteamericano. Su culto también se propagó a Italia, Portugal, Filipinas, el Caribe y otros virreinatos sudamericanos.
Pintada unas veces como criolla y otras como princesa azteca, la historia de la Virgen de Guadalupe comienza en México cuando su imagen se revela a un campesino indígena, Juan Diego. «Se decía que uno de sus milagros estribaba en que no se podía copiar, pero lo cierto es que los artistas mandaban muchas imágenes, en distintos tamaños y formatos. Esa reproductibilidad posibilitó el culto y la expansión», aduce Paula Mues. La llamada «emperatriz de las Américas» se divulgó con gran éxito gracias a mercaderes y funcionarios que hacían el viaje de ida y vuelta entre América y España.
Hay piezas de artistas novohispanos y peninsulares como José Juárez, Juan Correa, Manuel de Arellano, Miguel Cabrera, Velázquez, Zurbarán o Francisco Antonio Vallejo, entre otros. Todos ellos recrearon una imagen que está estrechamente asociada a la independencia de México. No en vano, fue adoptada como estandarte de los insurgentes. De acuerdo con Jaime Cuadriello, el trasiego de obras de arte entre el virreinato y la metrópoli fue tan intenso que las obras del mexicano Juan Correa, el pintor más prolífico y reconocido, ya no se hallan en México, sino en Granada, Sevilla y Valladolid.
La mayoría de las representaciones fueron enviadas antes de 1821 por indianos, virreyes, obispos, miembros de órdenes religiosas, funcionarios y familias relacionadas con el comercio transoceánico y la minería, gentes que querían compartir con sus familias, congregaciones o ciudades de origen la devoción por la Virgen de Guadalupe. Para Cuadriello, ya es hora de superar el modelo estéril del «arte colonial» para empezar a hablar del «imaginario del mundo atlántico».
El manto de la Virgen se concebía como un objeto sagrado, una pieza que merece adoración. La muestra incluye la presencia de materiales exóticos, como nácar, marfil y latón, que llegaron a través del Galeón de Manila y que evidencian la proyección global del culto guadalupano. «La estampación de su figura a partir de flores sobre la capa del campesino Juan Diego motivó que los teólogos comparasen el fenómeno con la transubstanciación de la misma Eucaristía», aseguraron los expertos.
Por su carácter de icono revelado, la Guadalupana estaba permanentemente velada, resguardada en un retablo y cubierta por una vidriera con cortinas, al modo de un iconostasio, algo característico de la iglesia oriental. Tan solo durante las ceremonias más solemnes se descorrían aquellos paños de brocado y se podía contemplar.
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